Catriela Soleri



SALPIMENTADO
Un sueño del que nunca quise despertar.


Cuando llegaste a la oficina el viernes, colgaste en el perchero un bolso de tela diferente al de piel que siempre llevabas contigo. No te vi más, después del escueto saludo “Buen día, mexicana”. Pasé el día sumergida en el reportaje que me pediste sobre “Cómo el narcotráfico en México estaba causando una importante migración de jóvenes a España”. Y pensar en todo lo que había tenido que viajar hasta Bilbao, para terminar escribiendo sobre narcotráfico, tal como en Celaya, sólo por ser mexicana. Sin más remedio, apuré el reportaje que tendría que entregar antes de la publicación del lunes.
Llegó la hora en la que todos abandonan la oficina, tú ya no estabas, y nadie prestó atención al bolso que dejaste olvidado. No resistí la curiosidad, y mientras nadie me veía, revisé su contenido. Lo único que había eran un salero, un pimentero, y un moleskine.
Pero, ¿un salero, un pimentero, y un moleskine? No encontraba ninguna extrañeza en que el último de los objetos estuviese en un bolso que se lleva a una oficina, así que ni me molesté por inspeccionar su contenido, pero ¿y los otros dos artículos? Probé la sal y la pimienta, y en definitiva, eran muy distintas a cualquiera que hubiese probado antes. Me parecía posible que las hubieses traído de alguno de tus viajes, y que incluso fueses de esas personas con algún trastorno obsesivo compulsivo, que le impide usar ciertos objetos, de lugares públicos.
Así fue como se me fijó un objetivo bien claro. Me acerqué a la antipática secretaria de gafas de pasta, y explicándole que habías olvidado un bolso con documentos importantes, entre los cuales había unos que debías firmarme ese mismo finde, conseguí tu dirección.
Corrí hasta mi piso, y llegué empapada en sudor. Tenía un presentimiento, y no podía llegar así a entregarte el bolso que a ojos de alguien más, podía parecer insignificante. Tomé una ducha rápida, pero profunda. Me vestí casual pero con las únicas bragas coquetas que tenía. Además de tu bolso, llevé conmigo uno que no combinaba en absoluto con la blusa ni jeans que llevaba, guardé las llaves, el monedero, y alguna otra cosa sin importancia. El móvil me lo dejé olvidado sobre la mesa de la cocina, cuando bebí agua antes de salir.
Pensé caminar a tu casa, pero a media cuadra, caí en cuenta de que vivías lejos, y regresé por mi bicicleta. Llegué nerviosa a tu apartamento, fue hasta que llamé a la puerta, que me pregunté que diablos te diría, y si no parecería una loca al explicar que había recorrido media ciudad para entregarte “un bolso que contenía un salero, un pimentero y un moleskine”.
Abriste adormilado, me recorriste con la mirada, y con la curiosidad de un gato, te fijaste en mi cabello. Al bañarme, y salir apresurada en la bici, olvidé por completo mi melena, que para entonces, era ya un desastre muy alejado del chignon con el que estabas acostumbrado a verme en el curro. Te reíste, y yo me quedé en blanco observando tu hermosa sonrisa, hasta que por fin rompiste el hielo preguntando:
- ¿Qué te trajo por estos rumbos, loquita?- todavía con la mirada fija en mi cabello.
- Eh… yo… - y carraspeando alargué el brazo con tu bolso.
Y mirándome a los ojos, me dijiste -¿Cómo supiste que ese bolso era tan importante para mi?-
Negando con la cabeza, te respondí –No lo sabía, disculpa, no sé que hago aquí, fue sólo un impulso.
– Vives lejos, ¿verdad?
–Sí. Pero no importa, quería aprovechar para conocer este lado de la ciudad, después de todo, no planeo quedarme mucho más tiempo aquí.
– Y mi apartamento, ¿no te gustaría conocerlo? Podría cocinarte algo, para que pruebes la magia de ese salpimentado mío - Dijiste acentuando la coquetería que te caracterizaba, y siempre me ponía tan nerviosa.
- No es necesario -, insistí.
- ¿Cómo llegaste hasta acá?
- En bicicleta – entonamos al unísono.
Y volviendo a reír dijiste – Entonces no seas tan necia, bajemos por tu bici, que te invito a cenar.
Bajamos por la bicicleta que encadené en un farol que estaba cercano a tu edificio. Me ayudaste a llevarla hasta tu apartamento, y la dejaste junto a la puerta – Por si quieres huir rápido - dijiste.
-¡Te voy a preparar la carne, de un modo que no podrás rechazar!
- Soy vegetariana- te contesté con un poco de pena, - de verdad sería mejor que me vaya antes de que anochezca.
-¡Vamos, qué también sé preparar verduras! ¿Por quién me tomas, niña?
– No aceptas un “no”, ¿cierto?
-¡NO! Contestaste con tu gran sonrisa.
– Entonces yo preparo la pasta.
–Magnífico, así que además de escribir a regañadientes sobre narcotráfico, también cocinas.
Me sonrojé, y te ofrecí una sonrisa como respuesta. Camino a la cocina encontré dos pares de botas, unas blucher de ante marrón, y unas Dr. Martens negras, que nunca te había visto calzar. Al levantar la mirada del piso, me encontré cara a cara con un espejo, y tal como lo había imaginado por tu expresión al recibirme, mi cabello era una mezcla entre Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody, y la desfachatez encarnada. De inmediato intenté arreglarlo en una coleta, pero me interrumpiste tomando mis manos, y hablándome al oído me dijiste – Déjame verte así, al menos por esta vez. Soltaste mi cabello, deslizando tus enormes y varoniles manos por mis hombros, dejándome paralizada, mientras tú caminabas a la cocina como un león en la sabana.
Para no parecer tonta, te seguí. Empezamos a cocinar, tocándonos “por accidente” de vez en cuando, sacando algo de un cajón, eligiendo el mismo sartén, o tomando el salero al mismo tiempo. Sonreíamos, hablábamos poco y de nimiedades como consejos de cocina.
Cenamos sin prisa, no nos quitábamos los ojos de encima mientras me explicabas sobre el vino tinto que habías descorchado. Nos demoramos tanto, que se hizo tarde para que me dejaras regresar sola a casa. Y casi sin planearlo, nos sentamos en el sofá en el que habías escrito tantas novelas tentativas, y que por indecisión y perfeccionismo, no habías sometido a proceso de revisión para publicación, en alguna editorial de las que tanto te quejabas.
Conversamos mucho mientras veíamos a medias Metrópolis, de Fritz Lang. Jugando con el mando del televisor me acariciabas la mano discretamente. Te quitaste los botines y con los pies me quitaste las zapatillas deportivas. Empezó el juego de pelear con nuestros pies, mientras te mofabas de las pocas posibilidades que tendrían los míos por su diminuto tamaño, de ganarle a los tuyos. De un momento a otro y sin saber bien el por que, solté una carcajada, y te lanzaste sobre mi, para robarme violentamente un beso. En ningún momento me resistí, cuando reaccioné me besabas el cuello, y desabotonabas el escote de mi blusa tipo polo mientras yo recorría ansiosa tu espalda. Me saqué de una vez por todas la blusa, dejando que me acariciaras y lamieras a tu antojo, en el mismo instante en el que yo luchaba con notable inexperiencia, por bajarte la bragueta de los jeans.
En un momento de desesperación que pareció eterno, nos arrancamos como pudimos lo que nos quedaba de ropa. (Aunque tuviste el detalle de fijarte en mis bragas rosas, y dejarlas a un lado con delicadeza, después de sonreírme en tono de aprobatoria ternura).
Aquella guerra campal no terminaba entre besos y caricias, el uno al otro nos recorríamos con las lenguas, los labios, las manos, y nos envolvíamos con las piernas. Parecíamos dos gatos desmadejando la misma bola de estambre. No había nada en el otro, que no fuera objeto de deseo. Me descubrí llevando a cabo movimientos que no me conocía, sobre tus caderas. Te montaba violenta, me reconciliabas suave, besándome cada parte, abrazándome entre una venida y otra.
Exhaustos mirando a la nada, nos quedamos en el mismo sofá donde comenzamos. Y fue hasta que te levantaste desnudo a servir más vino para los dos, que entendí en la belleza de tus glúteos, que la carne que me habías ofrecido salpimentar, no era otra más que la tuya.